«Del sórdido barrial buscando el cielo»

Publicado por Sergio M. Coria en

Cuando finalizaba la danza, el hombre hizo un giro y con el último compás terminó de rodillas, como si de un ruego pidiendo indulgencias se tratara, frente al trono de Damiano Ambrogio Ratti. El Papa Pío XI fue el juez que modificó para siempre la suerte de la música rioplatense que acaba de ser bailada.

La imagen se remonta al 1 de febrero de 1924, el día que el tango llegó al Vaticano y logró la bendición papal que lo liberaría de la prohibición que lo condenó a los suburbios porteños.

Algún día intentaremos afrontar desde una óptica sociológica esa segregación que sufrió el tango hasta los albores del siglo pasado.

Daniel García Mansilla (Embajador Argentino ante El Vaticano)

Pero por ahora sigamos confiando en las crónicas que cuentan que el por entonces Embajador argentino ante la Santa Sede, Daniel García Mansilla tuvo la misión de gestionar una audiencia con el Papa Pío XI, para que el mismísimo representante de Dios atestiguara si esa danza que hacía furor en las periferias ciudadanas del Río de la Plata, tenía características que fueran reñidas con las normas morales impuestas en esos tiempos.

Casimiro Aín, alias “El Lecherito” o “El Vasquito”, había sido elegido por Mansilla porque por esos tiempos el bailarín descollaba junto a su partener, la alemana Edith Peggy, en los cabaret del Montmartre parisino.

Cuentan que el diplomático fue, además, quien diseñó la estrategia que hoy bien debiera estudiarse en los cursos del marketing del mundo. Es que no dejó detalle librado al azar.

Casimiro Aín y Edith Peggy

Imaginemos ese momento en el cual Mansilla y su inmediato colaborador pergeñaban el plan:
Sentado al escritorio, tras una densa bocanada de humo iba apareciendo la figura del diplomático quien mirando a su colaborador le indicaba lo necesario.

Ubique al señor Aín en un hotel modesto. Me dicen que ese hombre no es adepto a los lujos – ordenó.
Alguno de la vía Torino, señor?
Si. Está bien. Infórmele que el vestuario debe ser austero y por sobre todas las cosas sencillo, sin ese cuchillo de madera que se pone en la cintura en sus actuaciones. Nada que haga suponer a un individuo violento.
Bien señor, en cuanto a la señorita Peggy.. ¿cuales serían las recomendaciones?– consultó el asistente presto a tomar nota.
!No! ¡Peggy… No! – Exclamó espantado el embajador mientras sus ojos se perdían en la nada como buscando encontrar en su memoria la silueta de esa alemana que habían invocado sus labios. – Es una mujer demasiado sensual y su baile puede tomarse con cierto erotismo – dijo. Y continuó. – El modo en que entrelaza sus piernas con el afortunado “Lecherito” es una ardorosa visión, y podría echar todo por tierra, Gutierrez…

De pronto el hombre regresó su conciencia al ahumado ambiente del despacho y trató de recuperar la compostura que le había quitado el recuerdo de esa artista que lucía el rojo vestido escotado, con tajo, que dejaba ver la pierna enfundada en negras medias de red y calzada con altos tacos aguja.

Seguramente García Mansilla solía escaparse para vivir la bohemia parisina y en “El Garrón”, el cabaret de Montmartre en el que actuaban Aín y Peggy y en donde, quizá, al amparo de un pernod se encontraba con sus compatriotas disfrutando acordes y abrazos tangueros.
El empleado desorientado preguntó a su jefe… – y entonces?.. si no es su compañera a quien convocamos… ?
El embajador inclinado sobre el escritorio en el cual apoyaba sus dos brazos exhaló largamente el suspiro con el que los vencidos anteponen la capitulación. De pronto… levantó la cabeza, sus ojos se iluminaron con un brillo de criolla picardía y apuró su paso hasta la puerta del recinto dando grandes zancadas, la que abrió airosamente. Desde el umbral y con voz alta, pero sin gritar, convocó a la bibliotecaria que también a veces hacía de traductora. –¡Señorita Scotto…! ¡Señorita Scotto..! -insistió. Y desde una oficina cercana se asomó al corredor la silueta de una mujer que de inmediato se puso a disposición de su jefe. –Señorita Scotto Ud. bailará, para el Papa, un tango con un bailarín argentino.
Mmmm… ¿Yo señor? – dijo la empleada más desorientada que sorprendida – Yo no sé bailar tango señor…– explicó
Mucho mejor..! – dijo el diplomático – Un día antes vendrá el bailarín señor Aín y le explicará lo necesario para el baile. Pero descuide usted señorita Scotto. Es una pavada ese baile y confío que su presencia le dará la distinción necesaria– Esas palabras sonaron como un alentador halago que hizo a la mujer aceptar la propuesta.
Señor… es que no tengo ropa adecuada para esa danza – dijo la mujer con tono preocupado y evidenciando que al menos conocía del vestuario tanguero –
Pero luzca la vestimenta que habitualmente usa – recomendó el jefe
La apariencia de la Señorita Scotto se asemejaba a la de las institutrices de la época: blusa de cuello victoriano, chaqueta a la cintura, falda hasta media pantorrilla y botines de taco bajo.

Pero dejemos las especulaciones y regresemos a la estricta realidad de las crónicas que dan cuenta de aquella hazaña.

No hubo trajes de maula, ni el cuchillo de madera que el bailarín usaba en la cintura, ni ningún otro accesorio que remitiera a los tugurios donde el tango encontraba cobijo.

Afiche de "El Garrón", reducto argentino Montmartre

Cuentan los textos que rememoran la anécdota que esa mañana, Casimiro Aín salió del hotel portando una humilde valija conteniendo sus elementos de trabajo. El vestuario requerido fue muy sobrio: un elegante y prolijo frac. Y olvidó, sólo por ese día, sus corridas, cortes y paradas más sensuales y sugestivas.
Así vestido, y con la Srta Scotto , ingresó a las 9.30 al Salón del Trono en donde esperaban los concurrentes: un sinnúmero de cardenales, obispos y otras jerarquías eclesiales, muchos de los cuales censuraban el baile por “su connotación sexual”,decían.

Hasta la pieza elegida para bailar fue cuidadosamente seleccionada para sumar chances de aprobación. El intérprete fue ni más ni menos que el director del coro vaticano, quien ejecutó en el armonio la partitura que le habían hecho llegar días antes.

Así, y con los bailarines dispuestos al escrutinio papal comenzaron a sonar los compases de “Ave María” (no podía ser de otro modo), tango de Francisco “Pirincho y Juan Canaro.

Se cuenta que no hubo mujeres en esa audiencia puesto que lo que se iba a exhibir era una danza calificada como “indecente”. Dicen que el baile careció de abrazo y que en su desarrollo los bailarines se limitaron a caminar tomados de los brazos, aunque enfrentados los torsos a “prudente y decorosa distancia”. Muy lejos de esa danza, «expresión vertical de una sentimiento horizonal”, que poblaba milongas orilleras y cabarets de dudosa reputación.

Cuando el “VasquitoAín remató el final de rodillas con esa figura que ni lerdo ni perezoso de inmediato nombró “Saludo al Papa”, el Pontífice se levantó de su asiento y con la ayuda de un asistente se acercó a los bailarines, les regaló unas estampitas y medallas y les dispensó la bendición. Seguidamente se retiró del recinto dejando a su paso el murmullo y las especulaciones de cardenales, obispos y curas que iban desde las exigencias inquisidoras de la excomunión, hasta otros que auguraban una aprobación entusiasta.
Aunque no está documentado el momento, pocos días después los tangueros del mundo y especialmente los del Río de la Plata, celebraron la aprobación papal,
Alguna vez la historia del tango deberá saldar la deuda que tiene con la ignota Señorita Scotto, de la que sólo sabemos que fue bibliotecaria , luego traductora de la Embajada argentina en El Vaticano y la bailarina que logró la mitad de la aprobación eclesial. Porque siempre el tango será de a dos.
Me gusta pensar en ese momento. Con esos clérigos moralistas que censuraban este baile… e imaginar las expresiones de cada uno si tan sólo hubiesen logrado saber que 80 años después el Vicario del Cielo iba a venir de la tierra del tango y lo sabría bailar.